domingo, 29 de abril de 2012

PRIMEROS DOS CAPÍTULOS DE CAMINOS DE SUMISIÓN

O ofrecemos como adelanto los dos primeros capítulos del libro Caminos de sumisión, que esperamos que sea de vuestro agrado.
I

Subió por las escaleras que llevaban al desván. Cada primavera era necesario bajar la ropa de verano y guardar allí, bien protegida en los viejos armarios y baúles, la ropa de invierno. Alba llevaba ya algunos meses en la casa, tenía treinta años y había llegado a aquel viejo caserón por casualidad. Habían pasado ya dos años desde la ruptura con su marido y todavía tenía en la cabeza los largos meses de peleas, de pequeñas mezquindades, de un divorcio traumático, de un ambiente irrespirable que le hizo plantearse salir de la ciudad.
En la oficina de empleo le habían sugerido, casi como última alternativa, un trabajo de criada en un pueblo lejano. Nada más que escuchó la oferta decidió que tenía que aceptarla. Aunque el sueldo no era muy alto estaba claro que podría ahorrar algo. Pero lo cierto es que el motivo que la llevó a dejar su casa y a vender o regalar aquellas cosas que había acumulado y que después descubriría que en realidad no necesitaba fue, sobre todo, la idea de vivir lejos de su mundo, lejos de los malos recuerdos. Deseaba, necesitaba una nueva vida, aunque fuese apenas durante un corto período, un tiempo para pensar que le permitiría comenzar de nuevo. La idea de una vida sencilla, alejada de todo aquello que hacía que por momentos no pudiese respirar, de una paz interior que deseaba por encima de todo, hizo que sonriese por primera vez en mucho tiempo.
Al principio le costó un poco acostumbrarse a las excentricidades del señor. Un hombre maduro y profundamente reservado que vivía solo en un caserón rodeado por un gran jardín, separado del resto del mundo por altos muros. Apenas viajaba, si bien parecía no estar desconectado del mundo, tenía ordenador, el teléfono sonaba a menudo y las visitas llegaban, misteriosas, de cuando en cuando. Se acostumbró a no preguntar nada y comenzó a disfrutar de una vida tranquila. Al fin y al cabo era aquello que más había deseado.
La casa entera estaba a su disposición. Es cierto que al principio le costó acostumbrarse a llevar un traje de criada, pero la verdad es que el respeto y la seriedad del señor le habían hecho olvidarse de ese tema. Si se le habían pasado por la cabeza preocupaciones sobre las posibles intenciones de un hombre que vivía en soledad y contrataba a una mujer joven, lo cierto es que las olvidó con el correr de los días.
Su vida pasaba tranquila, sus tareas eran las de atender la casa, cocinar e ir a buscar o encargar las provisiones en el pueblo, que se encontraba a apenas dos kilómetros de la casa. El resto del tiempo lo ocupaba leyendo en la gran biblioteca o en la terraza acristalada que incluso en el invierno se calentaba con los rayos del sol.
Se había acostumbrado también a cultivar flores en el invernadero, e incluso le atrajo la idea de plantar algunas cosas en una huerta. Cuando se lo preguntó al señor, este le dijo que podía usar el terreno como desease e incluso le dio algunos consejos y le recomendó una serie de libros sobre el tema.
Daba largos paseos por los caminos que atravesaban campos sembrados y que unían la casa con la aldea. Intentaba pasar el menor tiempo posible en el pueblo, sabía que allí murmuraban de su relación con el señor, pero como nadie se atrevía a decir nada en su presencia, no le importaba nada, se sentía bien.
Aquel día subió la ropa al desván y la metió en los armarios. Le gustaba el desván con sus viejas y centenarias vigas de castaño. Siempre le habían gustado aquellos sitios misteriosos en los que se podía sentir el aliento del pasado. A veces, cuando acababa con las tareas, subía y se sentaba a meditar, iluminada por los rayos de luz que rompían la oscuridad del desván desde unas pequeñas ventanas que daban al jardín. Era un buen sitio para pensar y para disfrutar de mirar los objetos allí olvidados desde hacía mucho tiempo.
Ese día, sin ningún motivo, empezó a curiosear por el desván. En el fondo, al lado de una ventana, había una vieja arca de madera de roble con herrajes en forma de figuras de animales. Esa gran arca siempre le había llamado la atención pero no le había dado más importancia.
Esta vez se acercó, miró la gran llave de hierro puesta en la cerradura, y no pudo resistir la tentación de girarla y levantar la tapa del arcón. Nada del otro mundo, algunas fotografías enmarcadas con personas vestidas de gala, dos o tres libros, unas mantas y un estuche negro, largo y ancho con algunos centímetros de espesor. Levantó el estuche y lo dejó en equilibrio sobre la esquina del arca, para ver lo que había debajo. Algunos periódicos con más de diez años, cintas de cuero fino cuidadosamente enrolladas y un mazo de cartas atadas con una cinta de raso negro.
Sin desatar la cinta intentó pasar, una a una, las cartas. La letra de los sobres era claramente femenina, aunque juraría que correspondía a más de una mujer.
Sintió la tentación de querer leer las cartas, entonces observó que uno de los sobres estaba rasgado y se podía leer parte de su contenido.
Soy su esclava, mi Señor, su perra, su puta en celo. Mi corazón, mi cuerpo, mi mente son suyos, castígueme o úseme para su placer cuando quiera.
El párrafo seguía en el reverso de la carta. Hizo fuerza para desatar la cinta y con el breve impulso hizo caer al suelo el estuche que antes había apoyado en la esquina del arcón. Se quedó inmóvil al sentir el ruido del golpe contra el suelo. Esperó unos segundos. No, no parecía que él hubiese escuchado nada, las paredes de piedra eran anchas y supuso que a esa hora estaría durmiendo la siesta.
Recogió entonces el estuche y vio, alarmada, que se había roto el lacre con el que habían sellado la cerradura. Tuvo miedo, pero abrió el estuche. En su interior había una fusta negra, con una lengüeta ancha y flexible y una empuñadura de cuero con un símbolo grabado. También había un antifaz negro, como aquellos que había visto en algunas fotografías de mujeres en bailes de carnaval.
Se quedó pensativa, mientras asociaba ideas. Después decidió ponerse el antifaz y mirarse al espejo del armario que tenía enfrente. Se veía rara, bajó sus ojos y nuevamente volvió a mirarse, abrió entonces la carta en la que estaban aquellas palabras que la habían intrigado  y siguió leyendo:
Soy suya, siempre lo he sido y lo seré, he nacido para servirle, no le conocía y aun así le buscaba en mi interior. Sus besos, sus caricias, sus azotes, el dolor y el placer que me hace sentir no son comparables con la felicidad que me da el estar a su lado, aunque sea en breves momentos.
Ella, se quedó pensativa, imaginó lo que sería sentir esa fusta, la acarició suavemente, notó con sorpresa su excitación, la humedad en su sexo, el deseo de seguir leyendo y de seguir sintiendo lo que sentía en esos momentos.
La campanilla la sacó del trance, el señor la llamaba. Cerró el estuche al instante, guardó el antifaz a su lado, metió deprisa las cartas en el arca y bajó las escaleras con rapidez, al tiempo que deseaba volver más tarde para descubrir los secretos que había dentro de aquellos sobres.
Transcurrieron varios días hasta que cobró el valor necesario para volver a abrir aquel viejo arcón. Durante esos días había mirado con curiosidad al señor, había intentado descubrir en aquella figura amable y educada una mano capaz de blandir una fusta y hacerla sonar sobre la piel de una mujer. Se descubrió varias veces mirando esas manos e imaginó como abrazarían aquellos dedos el cuero. Se sorprendió porque sentía vergüenza por lo que había hecho, y excitación también, por lo que había leído y por lo que podría estar escrito en aquellas cartas.
Ese día el sol parecía haberse escondido entre las montañas y una lluvia pertinaz quería saludar a la primavera. Hacía frío. Alba subió al desván y buscó una manta en un armario. Después se aproximó a la cerradura que escondía el objeto de sus deseos, abrió la que podría ser su particular caja de Pandora y, envuelva en la manta, sentada en el suelo y apoyada en una esquina del desván, protegida del mundo, comenzó a ordenar las cartas por fecha.
 
II

El invierno parecía volver con fuerza. Mientras caminaba hacia la casa él miraba las flores en los árboles y pensaba que la helada venía en el peor momento. Llegó congelado. Encendió primero la chimenea y después decidió subir al desván a buscar un jersey de lana. Nunca lo hacía. Hacía tiempo que no subía aquellas escaleras empinadas, pero Alba había ido al pueblo a buscar la correspondencia. El olor de las cosas pasadas penetró en él al dar los primeros pasos para entrar en el desván. Sintió la misma familiaridad de siempre, contempló las vigas de castaño de las que colgaban las argollas de hierro, la mesa baja de la esquina, con el sofá al lado, todo tapado con sábanas blancas, la manta y un viejo cojín junto al baúl del fondo.
¿Qué hacía aquella manta junto al arca? Se acercó con curiosidad. Parecía claro que ella había estado allí en los últimos días. Restos de comida, una botella de agua. Entonces se dio cuenta. Abrió rápidamente el arcón y vio las cartas descolocadas, el estuche roto, el antifaz en una esquina y al leer las líneas que dejaba ver el sobre rasgado de una de las cartas, se quedó pensativo, con los ojos cerrados, y recordó la última vez que había tenido esa fusta en la mano.
Era verano, el calor del estío chocaba contra las paredes, la casa estaba fresca, el desván estaba mas limpio y cuidado; de las argollas de las vigas del techo colgaban cadenas con muñequeras en el extremo que se balanceaban lentamente. Sí, yo estaba sentado en el sillón y contemplaba las motas que flotaban sobre los tenues rayos de sol. Tú estabas detrás, en medio de la habitación, desnuda a excepción de la venda que cubría tus ojos. Tus brazos colgaban, atados por unas muñequeras, de las argollas del techo. Expuesta como un animal, indefensa, temblabas incontroladamente mientras tu sexo chorreaba sobre un plato colocado en el suelo, entre tus piernas abiertas. Tu piel estaba sudorosa, brillante, más caliente y colorada en algunas zonas.
No había pasado mucho tiempo desde que te había vestido, así atada, con un corsé negro que levantaba y dejaba ver tus pechos y tus pezones maquillados de negro como tu boca. Sí, disfruté mientras calentaba esas nalgas con una pala de madera y jugaba de vez en cuando con esos pezones duros. Después, cuando pensabas que todo había acabado, fue el momento de quitar ese corsé y acariciar tu cuerpo, tus pechos, tu nuca, tus nalgas, tu vientre, tus labios, el inicio de tu espalda. Llegó el momento de echar aceite por toda tu piel, hasta dejarla brillante, y de notarte temblorosa y excitada, suplicando que te usase, que te llenase, que hiciese que te corrieras con mis azotes.
Entonces fue cuando decidí parar y mirarte. Disfrutar de verte entregada, abierta, indefensa, sin siquiera la protección de la cama, de pie, con cada milímetro de tu cuerpo a mi disposición. Tu cara, tu boca abierta, tu respiración, no entendían por qué paraba. Tuve que decírtelo.
Me gusta verte así, caliente como una perra. Lo fácil sería jugar más contigo, sé que obtendrías placer de ello pero tu placer no importa ahora, estoy disfrutando de verte, de la misma forma que cuando disfruto de beber a sorbos una buena copa de vino. Eres una puta caliente y ofrecida que desea que la monten, que la usen, pero eso será cuando yo lo desee.
Tú solo susurraste “sí mi Señor, soy su puta”.
Disfruté de ver tu cuerpo y tu voluntad entregados. Entonces te pedí que me ofrecieras tus nalgas y cuando esperabas el dulce quemar del cuero, notaste como tiraba de tus pezones y ponía en ellos unas pinzas de metal unidas por una cadena. Esas pinzas japonesas que tú llamabas, con cierta gracia, las pinzas asesinas.
Entonces, sin que te diera tiempo para nada más que gemir con fuerza, comenzaste a sentir los azotes de mis manos en tus nalgas, la fusta en tus muslos, en tu culo, sacando de tu boca algo que parecían gemidos de placer y aullidos de dolor. Recuerdo que paré entonces para ver el color y las marcas en tu piel, para notar su calor y disfrutar del temblor de tu cuerpo. Mientras tanto la fusta con la que te había castigado estaba ahora en tu boca, dispuesta para que mi mano la empuñase de nuevo en cualquier momento. Mis manos jugaron con tu coño y con tu culo y pellizcaron, haciéndote bramar, tu clítoris.
Sí, nuevamente me senté para verte. No sabías cuanto tiempo duraría todo esto, pero al mismo tiempo deseabas que no acabase nunca. Las pinzas de los pezones desaparecieron entre gemidos. Sentiste entonces como otras pinzas con pesos estiraban los labios de tu coño, haciendo que notases aún más tu humedad. Las finas colas de cuero negro del gato que tanto te asustaba y tanto deseabas acariciaron suavemente tu piel. Los azotes fueron primero suaves en las nalgas que me ofrecías mientras me decías algo con esa boca que mantenía la fusta presa. No importa lo que era, para mí era el idioma de la entrega. Después los azotes cayeron más fuertes, en tus muslos, en tus nalgas, en tu espalda, en tus pechos, mientras sentías los tirones en tus labios, con esos pesos que se balanceaban, acompasados con tu cuerpo.
Dame la fusta.
Tu boca se abrió y mantuvo en equilibrio la fusta hasta que la tomé en mi mano. Entonces empecé a masturbar tu clítoris mientras pasaba el astil de la fusta una y otra vez por tu empapado sexo. Sí, te dije una y otra vez las palabras que te había enseñado a obedecer.
¡Tensa! —Y todo tu cuerpo se tensaba y esperaba que lo usase
¡Encharca! —Y sentías como tu coño se hacía agua y se abría para mí
¡Llega! —Y notabas como tu coño estaba una y otra vez a punto de correrse.
Sabía que no podrías aguantar mucho más en pie, que si soltase de golpe esas muñequeras no podrías evitar caerte. Recuerdo tu olor, tu perfume, el aroma de tu deseo y tu cuerpo caliente cuando el mío se pegó al tuyo después de quitar las pinzas de tu coño dolorido. Una mano mía te sujetaba por la espalda, la otra abría esas muñequeras y tú, mientras tanto, lamías y besabas mi piel. Tu cuerpo agotado y excitado colgaba del mío, dependía de mí, como también lo hacían tu mente y tu coño.
Mis labios bebieron tus lágrimas, te besaron mientras mis brazos te sostenían. Te ayudé a ponerte a cuatro patas a mis pies y coloqué tu collar en tu cuello. Notaste entonces los ligeros azotes de un gato pequeño en tu clítoris y más fuertes después en tu culo. Pensabas que iba a seguir eternamente, pero no era así. Te dije entonces que eras mía, que tu Dueño te iba a follar para su placer.
Disfruté de meter lentamente mi polla en tu coño ardiendo y después te follé con fuerza mientras me dabas las gracias. Yo te decía lo puta que eras, te hacía sufrir diciéndote que, una vez más, no dejaría que te corrieses, que quería tener varias semanas más a una perra bien caliente.
Tú me pedías permiso para poder masturbarte mientras te follaba y me decías que tenía una zorra a punto de explotar. Cuando me di cuenta de que estaba a punto de correrme te ordené que estallases, te hice saber que quería notar en mi polla tus contracciones, que eras mía y que tu placer, tu orgasmo, servía únicamente para que yo disfrutase más de follarte. Fue un orgasmo fuerte, violento, intenso, dulce.
Fue entonces cuando te llevé a la vieja cama con cabeceros de hierro que había en el desván y me recosté a tu lado, mientras tus labios buscaban mi sexo y te acurrucabas, con los ojos aún vendados, para limpiar y chupar mi polla mientras te acariciaba lentamente. 

El sonido de los palomos posándose en el alero de la casa sacó al Señor del ensueño y de sus recuerdos. Sus manos acariciaron una vez mas aquella fusta antes de colocarla en su caja, despidiéndose de ella al rozarla con la punta de los dedos. Se levantó y fue a buscar aquel jersey. Seguía haciendo frío, pero él se sentía quemar por dentro, una sensación que hacía mucho tiempo que no disfrutaba. Mientras bajaba las escaleras se preguntaba qué debería hacer con aquella chica. Decidió que lo pensaría mientras bebía una copa de licor y escuchaba el crepitar de la madera seca en la chimenea.


sábado, 14 de abril de 2012

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Autor: Manuel Salcedo
Editorial: Vessants - Colección La Pluma de seda
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PRIMERA OBRA


Iniciamos esta colección con Caminos de sumisión, la primer novela de Manuel Salcedo, que es un viaje a través de las relaciones de dominio y sumisión. Una joven, Alba, empieza a trabajar para un hombre, en una casa en el campo, y encuentra dentro de un arcón de un viejo desván unas cartas que despertarán en ella deseos y nuevas sensaciones que la llevarán en un camino de entrega y sumisión.
Este libro está disponible en papel y en formato digital. En papel porque no hay nada como disfrutar de un libro pasando las páginas absortos en la lectura; en formato digital porque el mundo cambia y nos ofrece nuevas tecnologías y nuevas oportunidades.

LA PLUMA DE SEDA

La pluma de seda es una nueva colección que tiene por objetivo publicar obras de las diferentes vertientes de la literatura erótica en formatos digital y de papel. Se trata de literatura para adultos que se sienten jóvenes y que quieren compartir un viaje que se promete lleno de sensaciones y de vida. Estamos abiertos a la publicación de nuevas obras. Podéis enviarnos vuestros manuscritos por correo electrónico a laplumadeseda@gmail.com y tendremos todo el gusto en analizar si se adaptan a las características de nuestra colección.
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